(anfitrión particular o institucional interesado
Apuntes para una fisiología de la República Literaria
(un prefacio)
¿Por qué divinizamos los discursos del Poder? ¿Por qué se nos imponen?
Yo pienso que los divinizamos porque nos ubican, porque nos dan lugar periférico, servil, en torno al trono de verdades que supuestamente nos protegen, porque nos confieren certidumbre, aunque fatal, nos confieren certidumbre donde no la hay. La razón del Poder se percibe cierta, la de nuestra felicidad no. (Los pueblos del Libro están montados en promesas: para no cumplir con mi palabra, prefiero encarnar una amenaza. Porque he llegado no soy lo que se espera).
Entonces, a través de esta impertienencia que son los Apuntes para una fisiología de la República Literaria, intentaré aportar estímulos singulares a los que se atrevan a afrontar esas preguntas desde sus circunstancia singular (que no será –aunque los esquemas de pensamiento les correspondan pertinentes– exactamente el lugar de la ciencia, la filosofía, la teología, el sentido común), pretendiendo así detectar, cooperativos en la diversidad, en qué punto de lo que creemos nuestro propio complejo discursivo –y bajo qué mecanismos–, desde el lugar de la ciencia, la filosofía, la teología, el sentido común, nos llega el golpe que ponga de rodillas a nuestras irreverencias.
Esta es mi hipótesis, que aunque detenida en cualquier punto se exhiba insostenible (porque es vuelo trazante) entiendo que incita, o al menos insta, a superarla, superando el conformismo dialéctico y espiritual en que se ha estancado el pensamiento humano, o refutarla, reafirmándose –confirmándose– cada cual en el usufructo de la razón acumulada. Esto pienso (y padezco): - Si no comprendemos sino desde el Poder el discurso de la razón, si lo divinizamos hasta lo infalible, es porque no comprendemos la razón del discurso de la razón que nos comprende, obligándonos a entendernos para con los beneficios excluyentes de las estructuras prosaicas que lo promueven.
El basamento genealógico de todo discurso se apoya en la potestad de establecer un prejuicio. Una vez instaurado, su eje sustancial mantendrá rigidez en el decurso porque todo discurso que participe deudatario/tributario de la referencia histórica (en especial las revisiones históricas de la referencia) devendrá sólidamente acrítico, o bien, enmudecerá en críticos vacíos si no se le confirmase en concurso al prejuicio basal.
"Ya hemos hablado mucho de lo que deben decir, cambiando de tema, ahora ¿me pueden decir lo que deben? -así de grosera funciona la República Literaria.
Revolucionar un discurso obsoleto no depende de la revolución de las formas que lo contienen, ni siquiera de alterar o transgredir sus contenidos formales (estética y bagaje de saberes no tienen por qué repudiarse: no renunciemos a la herencia que nos renuncia); un discurso se revoluciona conquistándole a través del misterio mayor que se traiga otro prejuicio (lo que no implica que el nuevo prejuicio, en sí, se imponga con tamaño colosal, ni que los argumentos derrocados no dejen sus resabios en aquellos que pronuncien sus desmentidas), esto es: una verdadera revolución no puede ser amoral, no por la cualidad moral que componga (tal cualidad, toda genealogía discursiva se la atribuye) sino por el moralismo que descompone lo adviniente –ya que la resolución de un discurso obsoleto sí es de incumbencia ética–.
Sin darnos a la perorata, ética es actuar. Actuar la omisión propia es cuestionable; pero obrar el soslayamiento del prójimo por argumento delegado es infame.
Nos convenga o no, por ético será tomados cualquier plano que brinde superficie a una acción discursiva que imprima relatos morales de penitencias y méritos. Casi todo es ética, aunque no todo es ético, por ejemplo: un cadáver autorreferente que se vende como memoria colectiva.
Propongo reconocer y desmontar prejuicios basales que de facto se nos imponen extorsionándonos con el silenciamiento si no los aplicamos a los demás: - Cuando un lenguaje puntual se encarama lenguaje de todos no hace menos que desplegar su mediación entre lengua y habla en beneficio de algunos.
Ahora hipoteticemos un hipotético resultado triunfal de mi hipótesis. El discurso incipiente, indefectiblemente, estará impregnado de potencialidad divinizadora transmitida por la relación carnal que éste ha venido sosteniendo con el discurso acabado. Lo divino, se mantendrá expectante, latente en el discurso refundador de la condición humana, requiriéndose de la revolución cultural una constante actitud y aptitud crítica para no sucumbir a Dios, que es el eufemismo paradigmático del verbo (lengua, lenguaje y habla); Dios es un prejuicio, a tal punto lo es que su prejuicio conlleva juicio final. Y Dios ha encontrado en Occidente numerosos modos racionales de nombrarse convincente.-
La cuestión no pasa por precisar bajo qué vastos dominios se mueve lo mediocre (omnipresente como es, sería inabarcable), sino por advertir de qué modo la mediocridad propuesta y dispuesta –con diversa localización– predispone acciones funcionales, pensamientos íntimos y hasta sentimientos comunes a beneficio de lo mediocrizador.
Lo mediocre regente en la mediocrización (aunque la aplique) no implica necesaria insuficiencia en el factor; de hecho, así como cometemos (a conciencia o no, con esmero o por inercia) lo mediocre encomendado para la cuestión, la cuestión de la mediocridad en curso (cuando nos alcanza o la alcanzamos) ya ha sido lo suficientemente pensada con sufíciencia.
Ciertamente, la mediocridad es una referencia insalvable para cualquier tipo de superación. Sin mediocridad no hay sociedad, porque una sociedad no puede desarrollarse atenida al culto a la excepción, pero la tiranía de la mediocridad, consentir su exceso, inevitablemente disuelve una sociedad. El cuerpo humano, por ejemplo, es un parámetro mediocre de contextura variable: no así sus posibilidades ((no así sus posibilidades en tanto las contexturas –incluyamos las psíquicas– no conformen ni se conformen modelándose complacientes a un contexto conformista, aunque por reacción paradójica, a veces, precisamente es por ello que involuntariamente estimuladas por el sistema que las modera y corrige, las contexturas son instadas a abandonar la conformidad de la preformidad –asumiendo incluso la deformidad contextural como tránsito subversivo hacia la superación de la “capacidad adaptativa” de lo mediocre que, tales contexturas, uniformemente constituían dentro de un contexto histórico naturalizado–)). El cuerpo humano integral, para evolucionar, debe reconocer la condición material de existencia que lo limita. Habitualmente profesamos por instrucción media una idea fosilizada de la cultura: nos quedamos apegados a los dispositivos troncales que sostienen a nuestra especie y evitamos irnos por las ramas, porque no comprendemos que la raíz subversiva de la cultura consiste en demorarnos eternamente sino en desacomodarnos oportunamente de una tradición. Y nuestra tradición (la de los deudatarios endémicos de los pueblos del Libro) es una tradición textual que alude al mito para aplacarlo, esto es, para desalentar la pulsión vital de lo inefable (lo que todavía no se puede pronunciar) traduciéndola conforme a un pretexto mediocrizador.
Quisiera pensar (el desiderativo es extralimitado pero el infinitivo acude a su modo general) que mi situación mental en el sistema que nos mediocriza es descentrada y no extremista. En los sistemas monoteístas de dominio discursivo [más que fijados por escrituras, apuntalados por hermenéuticas rígidas de una tradición] los extremismos que escandalizan y seducen son perfeccionamientos preventivos del modelo instructor > excesos de medianía: tal vez no sea más que eso lo que cometo con mis Apuntes para una fisiología de la República Literaria, ustedes dirán.
Ahora (y les suplico no se apresuren a ofenderse), casi demagógicamente derivé la conclusión al ustedes dirán, ¿pero quiénes son “ustedes” para decir sino en reincidencia a voces tipológicas que nivelan el relato incuestionable de un “nosotros” cuya mediocridad –a la que aspiro– no me hospeda?, repito, ¿quiénes son “ustedes” para decir sino repitiendo, y quién soy “yo” para desmedirme en lo que se reitera?, e interrogo, ¿son ustedes (indelegablemente cada uno de ustedes) lo que efectivamente me interroga cuando me interrogo sobre esta cuestión, cuestión que, antes de cerrar el signo, ya se habrá posado nuevamente ocupando con su burocracia la ambición impertinente de la interrogación? Parece haber algo en nosotros, un censor preventivo, que nos impide preguntarnos por lo que de todos modos jamás responderá. El nombre de Dios es acaparado por la teología, y de allí no se moverá si no lo desacomodamos desde la lingüística, la sociología, la antropología, porque refiriendo a una entidad universal, el nombre de Dios (y sus metáforas más prosaicas: Capitalismo, por ejemplo) dispersa nuestra atención del lenguaje que se nos concede para que a través del mismo jamás lo revelemos –la suficiencia de la mediocridad hace insuficiente cualquier lenguaje que se le aplique para respaldarla–, por lo tanto, hurgar en la cosa en sí consiste en deshilvanar el lenguaje que la encapsula, de eso se trata hacerse un idioma, ya que lo que en principio se nos presenta incoherente y confuso por no atenerse a sesgos confirmatorios, irá luego estableciendo conexiones congruentes a perspectivas inéditas (no necesariamente acertadas, pero desestabilizantes de la mediocridad que encontraba su razón en la cosa en sí que la definía). Sospecho que detrás de los lenguajes no haya nada trascendental que revelar, sino que sus inmanencias se expresan al dominio de poderes terrenales.
El metalenguaje tautológico recurrente a
través del cual nos reconocemos plurales (por ejemplo: occidentales y cristianos,
defensores de la democracia, componentes de la pequeña burguesía ilustrada,
etc.) es el mismo que nos incomunica en singular, ya que nuestra tolerancia de
diálogo no excede los márgenes del conformismo que nos conforma incluso para
disentir de manera estipulada a través de lenguajes auxiliares que, sin darnos
coartada, restituyen en el acto cada cuerpo de la letra a su situación sociocultural
sitiada por la normalidad que demarca nuestras posibilidades hermenéuticas
acorraladas.
Sumido en el corral se me ocurren unas preguntas retóricas, sepan disculpar: ¿La lealtad corporativa necesita convicción? ¿Es posible precisar conceptualmente (más allá del sentido común y superficies institucionales) la subyacencia de un monólogo sistémico (transgeneracional) que resurge constante, imperativo, predeterminando carácter y caracteres de similares en supuesto diálogo personal? ¿Es posible reconocernos uniformemente acomplejados por un mismo complejo basal que nos antagoniza con razones que se hacen ubicuas hasta la indiferencia? ¿Es posible admitir otras hermenéuticas de la realidad sin obligarlas a allanarse a nuestra procedencia (ya sea el consabido relato de los orígenes o las narrativas de curso legal)? –no hay ironía en esto, pregunto si es posible en lo práctico, no en lo ideal–. ¿La lealtad corporativa necesita un fin para justificar sus medios, o en el sin fin de la continuidad de esos medios realiza su razón social? –por burdo que suene, la fabricación de armas necesita nuevas guerras y no una guerra final; del mismo modo el peronismo necesita multiplicar la pobreza que dice combatir–.
Otra vez insisto, otra vez in situ. La coalición discursiva que nos interviene en la calificación y clasificación de esta abrupta colisión entre interrogadores, interrogantes e interrogados, me parece más oriunda de la amorfia de nuestra República Literaria que de los lineamientos equilibrados (calibradores) de sus códigos de área: las reglas del saber responden a la organización del conocimiento pero también al disimulo de lo que el poder ignora. El lenguaje es un elemento cultural turbio utilizado para la clarificación social. Aunque nos encontremos en el lugar de los hechos, y por inteligente que sea alguna de las partes (acaso las dos que desiderativamente nos supongo) ¿estamos acaso en condiciones de hacer que este accidente discursivo derrape de lo previsto a lo incidental, y, de aquí en más, nos arrojemos a interrogantes que no sean, que no nos hagan mediocres?
La promoción social de lo mediocre no aspira a otra cosa que al sostenimiento de ideales mediocres –aun sabiéndolo, concurrimos a ratificar sus resultados persuasivos–. Un ideal es mediocre cuando se asienta en dos previsiones: la certeza o la imposibilidad (en cualquiera de los casos el orden de los factores no altera el producto: lo ratifica con triunfalismos o lo confirma con frustración). Hasta aquí la cosa viene fácil; lo mediocre nos avisa en todo momento que lo es, ergo, nuestra limitación pareciera no ser cognitiva sino ética, conclusión que para un mediocre –lejos de avergonzarlo– ya resulta un halago y un descargo. Ahora bien, ¿cómo se comporta lo mediocre socialmente promocionado ante mediocridades que, siendo reales, no manifiestan conductas de mediocridad ideal que las haga meritorias de un ascenso social? (otra vez la pregunta es retórica porque la respuesta ipso facto se hace evidente): una vez establecida su medianía, ¿lo mediocre realizado tendría necesidad alguna de reconocer en sí mismo el engaño habilitado de su condición? Estimo que no, que la oferta de creencias que el capitalismo dispone para sus mediocres en los ámbitos transaccionales que les planta (brindándoles la sensación de autoabastecerse selectivamente de ellas), y la inocencia creacionista de demandantes cautivados por fetiches materiales y simbólicos, impondría a las conciencias la gratificación vanidosa de confirmarse como elemento útil para alguna instancia de la Verdad sistémica que se consuma en la realidad de su consumo –aquí tenemos que el consumo de una creencia no demuestra lo que invoca, pero resume lo que se consuma en la obediencia del feligrés; las convicciones de un mediocre, aunque en ellas se forma, no son parte de sí mismo, son parte de la Fe–. Contrastando con ello, observables se hacen los conflictos existenciales que cargan los inconformistas cuando, sin participar de la amoralidad del pensamiento conveniente, obligados por básica supervivencia, deben cumplir ante circunstancias impuestas, contra sí mismos y terceros, los despropósitos que manda la Verdad sistémica en beneficio de continuidades corporativas. La promoción social de lo mediocre en nuestra cultura es de una contundencia política que criticándola en sus foros no se puede refutar. Conformándose funcional para todo ámbito de acuerdos, lo mediocre se impone verdadero por omnipresencia; siempre se identifica con lo saludablemente identificado, porque lo mediocre (corpuscular o conglomerado) no tiene capacidad para percatarse de lo precaria que resulta su “higiénica” realidad sino cuando de esa realidad medicada emerge lo “patológico”: para los mediocres, quienes no alcanzan sus atributos son minusválidos que los puede contagiar, pero también, aunque se sepan inmunes a ello, necesitan atribuir al genio una especie de enfermedad.
Aunque el éxito masivo de su producción resulte constatable, los mediocrizadores no son genios, pero tampoco mediocres. Es de pensar que aquellos que dominan los aparatos promotores de resignación mental y justificación moral han de ejercer un poder que los encumbra por sobre la medianía repetidora. Obviamente, para mantener su statu quo emisor, esos productores de mediocridad no podrían conformarse (en interés personal ni corporativo) con el mero sostenimiento de relaciones ideologizadas que, por sí solas, expresarían inerte decadencia; no, para perpetuar sus dominios los mediocrizadores deberán proponer a los receptores estímulos sofisticados consecuentes a la retroalimentación de reduccionismos perceptivos (por extensión, expuestos con extensión) y distorsiones enmarcadas por frecuencias circulares de ofertas conformistas que envuelvan y disfumen sospechas disyuntivas. La promoción de lo mediocre no es siempre apreciable en su mecánica; el producto acabado es de orden sistémico, y lo concreto de un orden sistémico no es producto arrojado sólo por sus mecanismos, sino que [tratándose de organismos históricos] sus mecanismos son intervenidos en algún punto por elementos fantasmales, cuyo carácter siniestro no denotará necesariamente fantasmagorías: así como la obesidad es un síndrome complejo por el cual alguien esconde lo inefable en su propio cuerpo, las metáforas de nuestro sistema suelen expresarse con patetismo, pretendiéndose sutiles las inocultables groserías connotadas por la clase mediocrizadora. Paradójica ironía: un mediocrizador no resulta tan visiblemente verdadero como lo que mediocriza, pero, a diferencia de su criatura, lo mediocrizador, de algún modo, es un sincero idealista.
El dominio de lo mediocre se despliega en territorios conferidos por condiciones ordinarias, cualquier condición extraordinaria que eventualmente lo exija o amenace las falencias de sus mecanismos de control, impelerá al mediocre, por antinomia a sus hábitos, a negarla, y si no puede negarla, soslayarla y atrincherarse (aunque tan sólo sea ilusoriamente) en la continuidad de la razón habida, en la confortable seguridad de sus demarcados territorios de pertenencia. En un sistema mediocre consolidado la realidad no explota, implosiona. Sucede que los mediocres se acomodan al suceso previsible (y si lo imprevisible enviste, se acomodan a lo que debiera ser) porque tienen la memoria en regla; sus puntos de encuentro con la realidad se apoyan de plano (sin agilidad dimensional) en los relatos alineados donde apoyan sus rutinas. Simultáneamente, las élites mediocrizadoras precisan dominar con excelencia (regular o sensacional) a los ordinarios, imprimiéndoles valores, propiedades y tablas de medida, de modo que sus emuladores sepan reconocerlas venerables desde sus condiciones limitadas, incluso, sosteniéndolas con admiración cuando los jerarcas mediocres les descargan sus miedos (habitualmente en forma de violencia psicológica) ante el advenimiento de una situación extraordinaria que los demuestre incompetentes en los hechos (así, dictadores y fanáticos líderes religiosos inmolan pueblos y feligresías cuando se sienten perdidos ante aquello que no se doblega a su poder de sugestión).
Tres aspectos claves de mediocridad discursiva son detectables en la decadencia de recursos narrativos de un poder inscriptor: resplandor enceguecido (enceguecedora claridad) de sus expresiones, sobreentendido de significados y ausencia de sombras de duda. De esto resultan homogeneizadas lecturas que inclinan la vocación cultural del diálogo a la advocación de naturalezas divinas (en vidrieras, pantallas y estrados abundan los ejemplos).
Como ya lo denunciara Nietzsche: “Una civilización de poetas exime de responsabilidad a la civilización, comenzando por los poetas”. Una civilización de poetas no difiere de una civilización de burócratas cuando burócratas y poetas no difieren en esmero ni canales ni genealogías serviciales para con el poder inscriptor que les habilita a fraguar el estilo legible de la ocasión legislable (hay modas que duran milenios aunque cambien los cortes y la confección). La promoción de “poetas” –palabra y función mediocrizada por judeocatólicos, realismo socialista y críticas literarias transmitidas por la educación burguesa– no aporta elementos transformadores a la estructura del mundo (que “es todo lo que es el caso” L.W.) sino agentes impresores de esquematismos procesales que decoran ideas manteniéndolas fijas a determinadas reglas, o, más cruel aún, fijando los sentimientos a reglas determinadas.
En regla a ello, conviene transcribir dos fragmentos ensamblados de la nota de Marcelo Pisarro en Ñ (198) –revista que en sus comienzos se insinuó desmediocrizadora, para regodearse mediocre después– respecto al II° Congreso Internacional Extraordinario de Filosofía (faaa!, y yo que me creía demasiado rimbombante para expresar una idea) llevado a cabo en San Juan, Argentina, julio 2007 –atento lo que deschava, Pisarro no parece ser un mediocre, y tampoco habría por qué imputarle función mediocrizadora, así como "El Príncipe" no implica que Niccolò fuese maquiavélico–: “La reunión de ‘la comunidad intelectual de pensadores’ no puede entenderse sin hacer referencia a un malentendido que circuló –circula– alegremente entre políticos, burócratas, jerarcas universitarios, estudiantes, periodistas, militantes variopintos y filósofos maravillados de que finalmente se reconozca su genio. ¿El malentendido? Pedirle peras al olmo. (…) La filosofía es una disciplina académica con un sistema específico de enseñanza y aprendizaje, con una forma consensuada de producción de conocimiento: ‘ser filósofo’ quiere decir ‘ser licenciado’ o ‘ser doctor’ en filosofía. Quiere decir que uno fue a la Universidad, estudió, aprobó exámenes, investigó, publicó, enseñó y asistió a congresos para sumar millaje académico”. Nota lúcida que ‘la comunidad intelectual de pensadores’ de Ñ convino editar para la opinión pública, aunque en dicha nota, a la redacción de Ñ, no le convenga leerse.
Rewing tautológico, endogámico, redundante: para perpetuar sus dominios y consecución en la tarea, los promotores de mediocridad están obligados a proponer a los receptores identificaciones estimulantes coligadas a la matriz que les retiene en tipologías que se les estampan. Cualquier causa resulta buena para promover mediocridad, porque promover mediocridad por toda causa no hace a los ideales de causas comunes sino al interés particular de mediocrizadores idealizados por mediocres incapaces de reconocer la mediocridad real que les alista para la causa. Si hay una razón contundente para no identificarme con mis mediocrizadores es que inevitablemente tendría que identificarme con ellos.
Lo que dije vaya si es mediocre pero rewing cha-cha-chá.
Un promotor de mediocridad al servicio de un modo de producción discursiva al servicio de adoctrinamientos políticamente correctos al servicio de un modo de producción económico no es, al menos en relación a lo que mediocriza (al menos en su relación con aquellos que mediocriza), un mediocre; por lo tanto, sólo a los mediocres se les puede ocurrir que un mediocrizador marca e incrementa su diferencia calificada/ calificadora promoviendo factores estrictamente mediocres, lo que además de táctica pueril confesaría abiertamente una estrategia mediocre digna de pensamientos mediocres puerilizados. > El mediocrizador se sirve del elemento mediocrizado más capaz, no le niega utilidad, lo que le niega es reconocimiento.
En la construcción narrativa de un conglomerado humano, el poder extraordinario del patrón discursivo aglutinante (practicado por patrones discursivos literales) resulta (por omnipresente) un imperceptible factor tiránico en la amalgama “democrática” de la sobreentendida razón social que aglomera “pertenencias” a un relato épico de confección prosaica poéticamente formalizado para ser absorbido irreflexivamente por las perspectivas superficiales del sentido común: aquello que aglomera indiferenciadamente a los integrados les imprime a cada cual sus diferencias contractuales en la medida que homologa nexos de supuesta ecuanimidad entre diferentes elementos que, corpuscularmente intervenidos y masivamente predispuestos, concurren a consustanciarse en una indiferenciación común que los iguala indiscriminadamente al servicio de la estructura, de tal modo que en la diversidad no exista singularidad y cada individuo se atenga al estereotipo asignado > [de ordinario, al referirnos a sujetos caracterizados por sus “capacidades diferentes” solemos caer en la apología de sus limitaciones evidentes desplazando a un segundo plano las cualidades efectivas que tuvieren para aportar a la red productiva de la sociedad: tratándoles así incurrimos en un eufemismo de menoscabo, menoscabo benevolente para con evidentes minusvalías parciales de quienes resultan “diferenciados” no por el trato horizontal de su comunidad inmediata sino por remotos normalizadores de la mediocrización que los "repara" poniendo énfasis en sus carencias y no en lo méritos que les particularizan (talentos que como cualquiera puede tenerlos o no, pero si no los tiene humillante resulta otorgárselos como premio consuelo): tal eufemismo actúa como compensador condescendiente dispuesto por el parámetro tipificador que resguarda sus incompetencias en comparación al estándar regular productivo que ese mismo parámetro tipificador establece, remarcando y discriminando aún más sus condiciones desiguales en relación a las “saludables” aptitudes del elemento modelo al que los reguladores "igualitarios" escatiman mérito por disfrutar del sistema una explotación “privilegiada”, sin auspiciar en los “normales” el desarrollo de capacidades que difieran de las establecidas para su estereotipo teóricamente carente de particularidades excepcionales, de tal modo, en los hechos, el “progresismo” reinante establece diferenciaciones caprichosas negando singularidades y uniformando en pelotones la diversidad mientras articula la genérica exclusión social de todos los que no encajen en su clasificación políticamente correcta (ello con culposa aceptación transversal de distintas layas de mediocres deudatarios de los pueblos del Libro), y, si trascendiendo restricciones estructurales de la mediocridad habilitante un elemento regular desarrollase efectivas capacidades diferentes, la evidencia será ninguneada por el resto de regularizados…, aunque la constatasen preferirán negarla, ya que admitirla implicaría hacerse cargo de los productos anodinos que ofrendan al sistema sus facultadas mediocridades].
Lo que convencionalmente llamamos “nuestro Pueblo” es una impersonal e indiferenciada concurrencia regularizada en su irregularidad por el sistema al que nos ofrendamos aludidos –medidos y desmedidos: masificados–, por desproporcionados supuestos demagógicos que predeterminan nuestras proporciones desestimándonos gestos singulares ajenos al folklore de la construcción narrativa que de rigor nos deriva a las estadísticas o somete al colectivo al “espíritu” que se nos viene ilustrando desde la Revolución Francesa; los “Pueblos” del Libro resultan en lo concreto argamasas dóciles en las que las leyendas del poder se alojan a modo de gestas emancipadoras que nos esclavizan y épicas fabulosas que (bajo firma y derecho de autor de “nacionales” estirpes mediocrizadoras) nos domestican para cumplir el rol de lisonjeados protagonistas anónimos de la Historia que privatizan, y bajo el peso de esa Historia reclamamos perpetuamente (enmudecidos o vociferantes, pero sin palabra actuante) el advenimiento de redentores que nos vendan Biblias promisorias cuyas consecuencias serán apocalípticas tras el próximo acto electoral –en definitiva, nuestras democracias “representativas” (que se nos imponen verticales desde el más allá) son un reciclado laico de la religiosa doctrina de la espera–. > La monumentalidad de un relato identitario se consolida cuando la materialidad histórica que lo erigió se confunde con los basamentos míticos que lo sostienen: darlo por aceptado es darse por contenido, y darse por contenido, una Trampa 22, ya que derrumbar el monumento que nos identifica significaría aplicarnos la eutanasia, y permanecer en él una inmolación.
Tenemos entonces que, desde el canon de una instrucción técnica, lo mediocre sistematizado debe transmitirse con referencial excelencia para que su parámetro de excepción demarque el paradigma social emulativo que haga del acrítico mediocre sistematizado un crítico mediocre sistematizador, sintiéndose así partícipe de lo que profundamente desconoce pero cree reconocer en la superficie de los hechos –que se le imponen significativos por imperio del prejuicio inscriptor que lo ha conglomerado–.
Un hombre no es sirviente de tautología ni prisionero de ontología, un hombre es lo que es en la medida que pudiendo ser otra cosa decide no serlo, pero un hombre que no puede decidir ser otra cosa que lo que es no es nada, a diferencia del primero, que atreviéndose a concebirla reconoce que de algún modo nada es, porque ante todo, fuere cual fue-re el argumento de la realidad que se le imponga, nada lo determina: ser indeterminado no lo hace indefinido, lo pone a salvo de hacerse (o que le hagan) definitivo.
No corresponder obediente –con signo ideologizado– a paradigmas universales que inoculan en los mediocres argumentos soporíferos que toman por sueños propios resulta encomiable, pero también un arrojo ilegible, una estrella fugaz “del viajero y su sombra” surcando astrologías estancadas en constelaciones de acostumbramientos, que al instante de producirse será invisibilizada por el sistema.
¿Cómo llevar a los hechos el logro de ecce homo, cómo hacer que su salto poético de superación humana no se apague en el fracaso político?
La administración social de paradigmas es, de hecho, un impuesto colectivo a la conciencia práctica individual; nuestros paradigmas son subjeciones referentes (sujeciones subjetivas) afiliadas a los intereses objetivos de los poderes que los administran. Por lo tanto, promover mediocridad requiere disponer de aparatos de ajuste mucho más complejos que las posibilidades del producto que esos aparatos se disponen liberar. Sin jactarnos versados en ciencias sociales la cosa es asequible al sentido común: aquellos que egresan formateados por aparatos de ajuste mental, obviamente, no dispondrán modo ni finalidad de los carriles productivos a los que se les predestina, ni concientizarán ser en sí mismos productos del proceso que les diseñara para cumplir estrictamente lo preplanificado, así, lo que los mediocres resulten en sí, los resultados de sí, serán resultantes previstas, correspondientes a artificios creacionistas que se apreciarán a sí mismos correctos hacedores de un mundo dado, en tanto adecuados a reproducir la serialidad automática que les compete. > [Las perspectivas liberadas por un poder discursivo lo son a condición de que lo montado en tales perspectivas no alcance jamás su traducción narrativa a la realidad, manteniendo la realidad expectante a su relato, ergo, lo que establece que un paradigma sea emulable (en aspecto, contenido y aplicación) hay que buscarlo en los modos con que dicho paradigma se establece al servicio primordial de los órdenes de juicio que le reconozcan legitimidad jurisprudente en sus logros, o, al menos, legalidad en sus exhibiciones –dado que el Poder no se declara obsceno, sino magistral–; admitida la Ley con sus trampas, los paradigmas del poder diseminan sus sentidos subsidiarios a mérito de reglas generalizadoras que verticalizan las misas regulares del patético culto a la excepción al que acuden las mediocridades arribistas disputándose a codazos la atención de los jurados para presentar sus formularios a las autoridades que los desestimen. En nuestro sistema no hay excluidos, todos somos aceptados en la ceremonia del rechazo]*.
* [Este concepto cumbre de la psicología deudataria de los pueblos del Libro resulta de mal gusto pergeñado por quien debiera conformarse con ser un mediocre, pero lucirá resplandeciente cuando la República Literaria lo transfiera a la cuenta curricular y pecuniaria de un mediocrizador].
En mi foja de servicios (archivada en los sótanos de la República Literaria) consta que he sido alumno destacado de excelentes profesores y colega admirado por correctos escritores…: probablemente los furrieles de la intelligentsia también informen que fui un “artista” para los “artistas” (saloneros y populares), “un trabajador de la cultura” (sin patrón ideológico que le explotase), “un educador de base” (que articuló su ignorancia de modo satisfactorio), o como sea que se les ocurra rotularme a los infames componentes de esos ejércitos “filantrópicos” que nos lavan el bocho para convertirnos en tropa obediente, acrítica y autoinfligente de suicidios en masa, canallas a los que les resulta incomprensible que me haya malogrado, que haya echado a perder (por exceso de zonzera o de cordura, por coraje y honor, o estupidez que me deshonra) el ascenso de rango al Estado Mayor Mediocrizador hacia el que me elevaban mis aptitudes "excepcionales" (según se lo certificaban nuestros evaluadores), les resulta extraño observarme en el aire y con los pies en la tierra, piantado del renglón seguro de las rampas institucionales, himnos patrióticos y ubicación en los catálogos, les resulta terrorista verme caer en picada sobre aquellos que me suponían de su misma calaña. Pero no es a los suboficiales de la República Literaria a los que apunto sino a la cartografía donde se asientan las jerarquías que les alistan, definen sus morales y disponen los objetivos de sus vuelos intelectuales. No, no apunto hacia los uniformados; hacia ellos apuntan todas las medallas. Con mis apuntes apunto al Poder que ordena, y a la plana mayor de la clase inscriptora que se encuentra a prudente distancia del daño que sus dictados nos causan.
¿Recibió algún premio Trampa 22?
Trampa 22 es una película de los años ’70 (dirigida por Mike Nichols) que, como la novela original (escrita por Joseph Heller), ha sido injustamente olvidada…, o tal vez haya justicia, ajusticiamiento en ese olvido; > en ese olvido y en el que a nosotros nos toca de cotidiano, porque aunque no lo registremos en nuestras conciencias día a día ejecutamos el autoexterminio regulador para el que se nos prepara. Nadie dice que haciendo lo que hacemos le hagamos mal a los demás…, con que nos destruyamos a nosotros mismos es suficiente.
Por sobre las atrocidades bélicas (por ejemplo: intentar abrigar a un moribundo, y al volcarlo descubrir lo que todos llevamos dentro), de Trampa 22 recuerdo la escena del perverso dictamen de una junta médica; el guión decía algo así: “Para ser piloto de la Fuerza Aérea de EE.UU. debes estar en tus cabales, eso es obvio, y cualquiera que esté en sus cabales reconoce que volar en estas condiciones es una locura, siendo ciertamente una locura volar en estas condiciones, si te declaras loco, si dices que la guerra te ha enloquecido, eso no te exime de continuar prestando servicio, porque para cumplir las misiones que se te encomiendan, precisamente, tienes que estar chiflado, así que si al subirte al bombardero reconoces que cada misión es una locura eso te confirma en tus cabales. Tu vuelo seguirá siendo un vuelo regular”.
Una sociedad dominada por la superstición discursiva de un relato mitológico intransportable para los comunes no propicia la comprensión integral de los objetivos hacia los cuales les comisionan “los que mandan”, “los que mandan” son ujieres que implementan relatos que no escriben, en todo caso transcriben sin reformular su sentido, ya que sus roles subalternos son inseminados a su vez, verticalmente, por esferas del poder cuyas claves de acceso responden a la custodia de legados esotéricos y supuestos trascendentales transmitidos por mecanismos de alienación institucionalizada que simplifican criterios adjudicando tecnicaturas específicas a ejecutores estandarizados que serán adecuados a la herramienta > Hablarle a los espíritus no es una operación abstracta; las palabras adecuadas/adecuantes son el componente básico para materializar sus cosificaciones. > El sistema que forma al mediocre lo da por perdido desde su formación; el mediocre nunca sobrevive a la cosa que atiende: si la cosa se hace obsoleta el mediocre ya no tiene lugar, pero si el mediocre muere otro mediocre a la cosa se le repone.
Otro momento memorable es cuando el loco frustrado advierte a un camarada (o viceversa…, no le hace) que sus jefes hacen responsables a los judíos de haber llevado a E.E.U.U. a la guerra y por eso les despachan hacia vuelos suicidas [el diálogo que sigue, sin que textualmente sea el que escribiera Heller, en mi lectura se ha estampado así]: -Pero yo no soy judío. -¿Y eso crees que te pone a salvo de una próxima excursión?, llegado el caso serás culpable de no serlo, si no les brindas excusas para tu sacrificio nuestros jefes te odiarán más que a un judío. Entonces el muchacho de la película comprende que, aunque su uniforme se lo confeccione la democracia, ni los pilotos nazis sentirán por él tanto desprecio como sus propios generales… Sucede que lo mediocrizador no es ecuánime pero tampoco hace diferencia con lo mediocrizado. El enemigo real de cada tropa comienza en el bando al que pertenece; el enemigo hasta puede ser imaginario, porque lo real, aunque lo afronten, no suele ser discernido por las tropas disparadas.
A diferencia de las minúsculas
comunidades de sentido, nuestra descomunal sociedad de dominio verticaliza
significados incuestionables para los signos de la realidad, predeterminando
así qué cosa es un signo en realidad, predeterminando así qué realidad es de
significación ilusoria y qué ilusión ha de ser adoptada como significativamente
real. Estamos tan acostumbrados a la realidad que se nos dicta que aunque
reflexivamente no la distingamos la cumplimos con rigor.
A
los masificados (en sus bajas, medias y altas estofas) les seducen las pompas del
éxito y sólo toleran el talento si se les presenta como anexo al mismo (aún así, del talento no valoran el producto
sino su cotización). Las masas reconocerán lo que se les dice “arte” o
cualquier referencia a la producción del genio humano de acuerdo a
nomenclaturas esencialistas transmitidas por los mandos institucionales del
poder que se las imprime, asimilando obedientes sus esotéricos contenidos sin
criterios personales que los pongan en duda en tanto los resultados
político-económicos que arrojen conformen a los patrones discursivos que les
conforman la visión sociocultural del mundo que a los masificados conglomera.
Lo mismo sucede cuando “la patria” nos alista para la guerra, resolviendo en apropiadas carnes propias
internalizadas causas ajenas; en las guerras, el resultado, rara vez favorece a
quienes combaten con mayor coraje y honorabilidad, aunque las literaturas
habilitadas para rememorarlas romanticen sus episodios históricos generando
versiones adecuadas a ofertas y demandas de vencedores y vencidos. Las guerras
no las ganan los más inteligentes, las guerras las ganan los más astutos, ya
que la astucia, siendo, en abstracto, una cualidad intelectual inferior (no más
que un compartimento de la estructura cerebral), en los hechos no carga con el
sobrepeso ético de la inteligencia plena que se dispersa del objetivo en
atención a esquemas morales. El talento es una demostración suprema de la inteligencia práctica, pero el pragmatismo del
éxito suele rebajar su potencia al conformismo del resultado; por tal
motivo, abundan los talentos que se traicionan a sí mismos y se atienen al
marco de posibilidades que les admite la época y las circunstancias, ya que el
talento incalculable, el talento que no responde a la obediencia debida, es un
riesgo imperdonable que provoca en los mediocres la confusa, simultánea
reacción de la envidia y el desprecio.
En una sociedad de dominio la competencia es feroz; mantenerse en la mediocridad lleva una vida de perfeccionamientos y desde el vamos una clara vocación sin distracciones. El examen de ingreso se paga con la muerte existencial: el aspirante deberá castrarse de todo rasgo singular para desangrarse en una cifra abominable ubicada bajo la lengua de un Golem impersonal, sirviente de un saber que al denominarlo lo desconocerá.
Milagrosamente intacto, cumplida otra misión, como todos los mediocres regreso a la base sin saber hacia dónde desertar.
Esto fue una conferencia regular.-