Dos cuentos ejemplares


Herejía sin título

“ Oh, hombre, ¿quién eres tú para que alterques con Dios?,
¿dirá el vaso de barro al que lo formó: por qué me has hecho así?”
 (¿Sagradas Escrituras?)


Guardo la imagen turbia de un niño (jugando) con un rompecabezas de cúbicas apariencias. En el mágico rincón de las sombras luminosas, las mismas figuras, podían tomar las más diversas formas de la geometría genésica. Al principio se presentaban como simples cubos, dejándose mover alegremente en la combinación de sus colores –una diversión tangible y efectiva–: regocijado en el placer inauguré el candor, confié en la sensación, y fui feliz…; hasta que los azares de mi dicha recalaron en la indefectible probabilidad de una pirámide que vino a corregir sensualidades.
Innumerables, surgieron  los ancestros; y hube de reiterarme entonces en la servil tarea por los otros festejada. Puse en ello tanto esmero que acabé por trastornarme, defraudarlos, no lograrla. La risa se agotó. Complacerlos resultó severo…
Destruido ese corral me aventuré con los cubos (y algunos chichones) hacia espacios desconocidos, desplegando, policromático e inconexo, una temeraria línea de fortines que en sus batallas domésticas la distraída escoba de mi abuela se empeñaba en derrumbar. Pertinaz en mi designio, sobre restos de epopeyas fracasadas levanté menhires a dioses que aún no habían nacido (pequeños colosos –en tensión equidistante– que permanecerían milagrosamente intactos a los movimientos sísmicos de la cocina).
Pero hubo otro paso en la evolución: aburrido de adecuar mi instinto a los preceptos deseché las simetrías (me agobiaron las rutinas de mis propios fundamentos, mis ambiciones solemnes, concluyentes y asentadas en vértices inconmovibles).
Así, la seducción por los ídolos devino rasgo disperso, hasta convertirse en rastro errante de un peregrino herético (que no se demoraba en liturgias), revelándome su andar despreocupado cabalísticos mensajes que colmaban de presagios mis sentidos sin horadar la piojera de mi cabecita enrulada. A veces se desvanecían.

Poco a poco el rincón fue respetado por todos en la casa. Y temido por las tías.

La novedad del televisor y la agravada diabetes del abuelo atrajeron visitas inoportunas; aprovechando la escena, rostros enjutos y merengues obscenos acercaron falsos argumentos condolientes que me propuse alejar. Sin éxito, mudé a mi territorio la tortuga enclaustrada en el desván del fondo (como todo niño, alguna vez pensé que un pedacito de vida suponía motivo suficiente para evitar profanaciones)... Inútiles también sucedieron vómitos y curanderos, la muerte y el pelotazo.
Agotados los recursos disuasorios, lo que definitivamente espantó a los curiosos fueron mis certeros zafarranchos kamikazes (estrellándome contra la cortina de barquitos que cubrían la garrafa bajo mesada).
No podría definir el tiempo que me llevó consustanciar mi mente con las magnitudes de los cubos, ya que la noción de distancia me era irrelevante (en cualesquiera de sus modos). Por ejemplo, cuando me preguntaban: ¿Hasta dónde me querés? Yo no respondía: -hasta el cielo-, sino: hasta la sillita alta; hasta aquella uva de aquel racimo de la parra; o hasta el techo. Acaso a mi madre llegué a quererla hasta la punta de la Catedral.
Lo cierto es que mis manos ejercían cada vez menor presión para trasladar las figuras. Las transposiciones se hicieron esporádicas. Luego fueron sólo imperceptibles rectificaciones en la inclinación de las formas que se tornaban parabólicas. Finalmente mi tacto dejó de acariciar su rumbo: la incubación había terminado, y los cubos tomaron residual autonomía por la energía de siesta depositada en sus caras.
Emancipadas las densidades, pude darme a eclecticismos estrictamente contemplativos, traspasando las paredes de la casa con decisión similar al clavo que sostenía el cuadro de la yegüita Tormenta* (*campeona hípica) (zoofílica pasión que a mi difunto abuelo resultó más rápida que Cayetano* (*patrono del trabajo) para resolver los asuntos del triciclo y la hipoteca).

No acuño gestas memorables de aquel niño ajenas al rincón (las historias son eclipsadas por la magnificencia potenciada de sus detalles), aunque me parece recordarlo trepando a un árbol, revolcándose en la tierra, o sentado en el umbral. Y mirándose los pitos con la nena de al lado, con la vergüenza colgada de la tapia; y tratando de remontar un barrilete enamorado de los cables, y comiendo torta de chocolate, y escupiendo nata…; …y piedritas del camino retrasando la escuela; y sopapos resentidos de un gordito mentecato que se llevó en el bolsillo las glorias de mi lechera* (*canica preferida, la “puntera”).
Lo veraz, lo acontecido –en caudal de ubicuidades–, son variables del rincón.

Un aguacero de diciembre coronó mi experimento. Desde el veranito de San Juan, faltando para primavera, me recurrían el cuerpo reclamos de la naturaleza; una noche, mientras mi mano pellizcaba desvelos en la oreja de mi madre, mi almita escapó de la almohada para bailar escondidos, libre al son de croares por zanjones de Ensenada… Y bailó, y bailó; y cuando se satisfizo la orquesta se detuvo. Descubrí maravillado que la excursión no dependió de otra partitura que la provocada por mi deseo –al que las ranitas acompañaron dócilmente–. Sumada esa virtud pagana, triunfante y sin sumisiones me pregunté compasivo: ¿en qué añejos desencantos habrían fraguado su patética autoridad los desproporcionados simples que honraban o entorpecían mi cotidiano?; y aunque por recato (ante sus fábulas decadentes) traté de no inquietarles con alardes hechiceros, a un paso del Origen (en intención de brindarles, todavía, algún fulgor a sus tedios) pequé de comedido y postergué el último escalón en favor de unas travesuras cósmicas…, que nunca fueron más allá de traducirle a la catequista los criptogramas quinieleros de su bataraza* (*gallina ponedora), o esconderle una estrellita a los confundidos astrónomos, o de aquel resfrío mal curado entre eucaliptos y reprimendas después de un vuelo nocturno… Una vez le corrí la sombra a mi padre, y se cayó por falta de apoyo… Lo que más me gustaba era dibujar con las nubes: un guiño y se transformaban en lo que se me antojase, como si fuesen los cubos. O quizá no era mi antojo, creo que mi voluntad comenzaba a ser La Voluntad.
Ese día era la misa de navidad. Parientes con sus vástagos trataron de molestarme. Me hice invisible hasta que todos se fueron, luego, broté de los barquitos y corrí el pasador. Encerrado en la cocina me entregué al ritual de los cubos y encomendé a la tortuga no ser interrumpido sino por los elementos: la ablución no se tardaría en derramar (anunciándola en la tarde marejadas de alguaciles* (*libélulas) la pregonaban efímeros hacia la prueba final).

Mi átomo memorioso indagó los Testamentos Primordiales.
Todo estaba tan quieto; un quieto adventicio, diluyéndose empotrado en las humedades rancias, nutricias de la cocina. Los cubos parecían dormidos, y lo peor, era que yo me abandonaba a sus abulias. En tal ensueño, unos gotones resonaron contundentes en el techo, despertando a los cubos, que se desperezaron: primero lentos, sin gravedad que los condicionase, luego, cada ente rotó sobre su eje, y en especie –sin precisar un centro– giraron alrededor de un eje imaginario que trocaba meridianos previsibles en elípticos vértigos. Sentí que aquel preámbulo del vacío ya me lo habían bocetado –sublevados al cenit– los extraños remolinos que prescindiendo del viento asustaban a mi calle de tierra. La pequeña galaxia emitió entonces una brisa enervadora (segregué por los oídos la risita de los duendes, acongojé entre pestañas lágrimas pegajosas); en tanto, mis propios planetas, ya no se conformaban con que su hacedor los nombrara… ¡querían mi aliento!, e irrespetuosos, pervertidos por la furia, me tironearon hacia sus órbitas reprochándome el artificio de su concepción. Los golpes intermitentes del chubasco se hicieron continuos y desesperados; inmiscuido en la revuelta, descargando refucilos ante mi olvido de invitarlo, el arco iris ofendido explotó contra la ventana (e inundó al mundo de un olor que podía ver, y un resplandor que podía tragar). Los ojos me ardían, pero visiones imperativas, que atosigaban sucesivas, simultáneas, exigían no cerrarlos. Sustantivas en el Verbo, condenadas a la Vigilia de los tiempos, mis pupilas abarcaron introyecciones y proyecciones, renacimientos e incidentales muertes de ocasiones de trebejos que se dilataban ilimitados tras quásares y temporales, porque hasta el dobladillo del nunca jamás aportaba sus puntadas a mi obra empecinada… Grado a grado, la puerta del Pentágono Divino fue cediendo, y creí serme en el hueco de una ausencia, esperándome abolido, por la desdichada ofrenda de haber cumplido un plan que nadie encomendó…; cuando el beso de lo amorfo, lo perpetuo, selló mis labios celebrando al rostro inconmovible.


Una llave mal cerrada y el repugnante lunar de una prima segunda: eso le bastó al Soberbio para saciar su envidia y castigar al Dios-Niño.
Descastado, fui sencillamente vulnerable. Me acostumbré con horror a las formas grotescas en que mutaban mis anatomías, y me dejé andar.

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Y llegué hasta aquí, hasta este sillón-cuna con arrullos de mimbre. Asteroides de óxido se acuestan cansados en mis arterias…, sus ronquidos lo confunden todo, y me llenan de miedo. Miedo que sea cierto que tengo el hijo que alguna mujer quiso parir; miedo que sea cierto que me llamo como cuenta el lomo de este libro.
De mi terca lucidez quedan tres cosas, y las tres se preservan en esta habitación: Ruperta, con la caricatura de la eternidad a cuestas de su caparazón; el juego de cubos, que conservo íntegro, aunque ahora no resulte más que sustancia vegetal apolillada [cuya indiferencia pesa en la palma de mi mano]; y esta persistente molestia en el pecho… (“psicosomático” dicen los médicos –pero yo sé que es una astilla de la gran puerta vedada–). En aquel fallido intento he sido perforado por una partícula de creación. Un eje imaginario (o no).-



“A sus vergüenzas llaman Dios, y crucifican al hombre. Dios es una conjetura.
 ¡No me hablen de Dios si no están dispuestos a beber hasta el fondo
lo tormentoso de esa conjetura!”
–F. Nietzsche



Esteban Tómaz (1982)



* * * * *



Relato con posdata


Frente oriental, 2da. Guerra Mundial...


En la noche del invierno un obús solitario se entrometió en las filas alemanas interrumpiendo por breves espantos el coro silencioso de los miedos. Desde su posición, el Sgto. Herten prosiguió una cadena de órdenes inconexas (ya innecesarias) y escuchó, lejano, el clamor tardío de un mutilado. Luego, las botas del Cuerpo de Elite IVº Batallón de la Vª División del VIº Ejército se continuaron hundiendo en el lodo congelado y la derrota.
Cuando el amanecer, Herten recontó las municiones y le faltaban tres dedos. El milagro de una flor silvestre resistiendo en la trinchera lo distrajo de la elemental aritmética, y el alarido de los rusos –surgiendo del horizonte para pronunciar lo obvio– lo sustrajo de su abrupta devoción, reinstalándolo nuevamente en la estepa moscovita. Riguroso ante el designio, el sargento cubrió la flor con su casco e intercambió chaquetas con un muerto sin rango.
El soldado Andreiev terminó sus días como campesino de Stalin y yo tampoco ganaré el premio Nobel.

cercanías de Rufino, en ruta a San Luis




posdata en Punta de los Venados:

El argumento que el Sgto. Herten otorgó a un bachiller equivocado concede refutación y vindicación simultáneas. Verbo y Humanidad se corresponden y desconocen: ambas se manifiestan en el coro silencioso de los miedos, el clamor tardío de un mutilado y los alaridos que resquebrajan los límites de sendos destinos subalternos a las intemperies del caos. La orfandad de convicciones y objetivos el Verbo la conjura a través de la vida y la Humanidad la tergiversa a través de lo pronunciable. Tal evidencia se nos revela en la humilde alegría de estar, y es accesible a cualquiera (excepto intelectuales y teólogos, que necesitan validar intromisiones a grupa de poderes brutales alentados por sofismas, para presumir ambrosías y justificar su existencia). La bayoneta de Andreiev no ejecuta la muerte sino otra cosa menos complaciente a la materia literaria, porque la literatura es sedimento de falacias, órdenes inconexas (ya innecesarias). Nadie nos escribe el mundo: los signos subyacen, y si los vulgares no los descubren y procesan, alguien –o algo: el capitalismo, por ejemplo– se los atribuye; así, los charlatanes del despojo intercambian chaquetas con los pueblos oprimidos cuando la jineta del Dios caído ya resulta inconveniente. Pero les perturba la paradoja de que los lectores sean ciertos. La escritura de lo sucedido en el frente oriental propicia las estadísticas; su lectura, la flor silvestre. Esto es, la vida es algo verdaderamente atrevido, que no tolera la existencia de lo linealmente vivo y lo subleva, bastándole para ello dedicarle a cada quién una carilla “de dorso inverosímil” (según dice el otro bachiller –al que usurpo el recado–); su antónimo no es en modo alguno su reverso, sino una abstracción absolutista de las ociosas coartadas del todo y la nada. Distorsionando sus rasgos sencillos, rentables supuestos ontológicos la veneran desmesurada: mas la muerte no procede a nombre propio, aunque lo muerto y sus apologistas cundan.-
  
estar: en el original manuscrito circundado por un trazo que lo enlaza al margen con una palabra aymara: utcatha. Citemos a Rodolfo Kusch (EL PENSAMIENTO INDÍGENA Y POPULAR EN AMÉRICA, Ed. Hachette, Buenos Aires, 1977, 3ra. Edición, p:21). “En suma, se trata de un término cuyas acepciones reflejan el concepto de un mero darse o, mejor aún, de un mero estar, pero vinculado con el concepto de amparo y germinación” (nota Silvana López Celis)






> Extraídos de XX Cuentos Ejemplares (ejemplares: literal y sin jactancia, ya que con falange y rudimento el ignoto bachiller los elaboraba artesanalmente y ofrecía al populacho por plazas y costaneras en los periplos de la FeriadeLibros-Pueblo; en la imagen, la cajita y minucias de los XX Cuentos Ejemplares junto a otro clásico del que ya sólo quedan 30 facsímiles: Apoteosis para el joven poeta escribidor de cosas raras que vivía por aquí).




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