Editorial

(por más de un lustro, la folletería en puerta del Gabinete du Bateleur incluía un editorial anual, la recepción indiferente de legos y entendidos aconsejó al ignoto bachiller dejar de impartir adjuntos a la información general seminarios públicos y gratuitos que nadie requería; este es el último):


Juego de niños (editorial 2020 / 2021) in memoriam Italo Calvino



En algún momento de su desarrollo sensitivomotriz los niños procesan el sentido del juego, desplazando los hallazgos de constatables gratificaciones inmediatas en favor de emergencias conceptuales indefinibles aún, pero movilizadoras de sus ideas-mundo incipientes: renunciar (pagando el precio de la desventura y la frustración) al paraíso del orden creacionista que los retiene resulta así una decidida vocación liberadora de la entidad que habitan y todavía no reconocen –este conato no siempre prospera y algunos quedan encerrados de por vida en las estimulaciones trágicas que los predeterminan–, porque nadie se reconoce si no conoce el lenguaje que lo nombra aunque otros lenguajes no lo mencionen. Quien confecciona un lenguaje lo confecciona a la medida de lo que ese lenguaje nombrará explícita o tácitamente, de un modo directo o con rodeos, sugiriendo lo que falta o disimulando hasta la invisibilidad lo que se hace presente. Lo que articulamos socialmente como convención común, en apariencia horizontal, es un cóctel de lenguajes puntuales, lenguajes con los que nos familiarizamos pero fueron confeccionados por otras familias que las nuestras (sin complejizar más esto, sinteticemos: “familias del poder”), esas familias son las que disponen (en lo cultural concreto, político-económico) las reglas del juego que engloban los juegos prisioneros que podemos intentar (limitados por condiciones materiales de existencia y exigidos en su funcionalidad a adecuarse al macrojuego de las relaciones sociales de producción que determinan nuestras ubicaciones en los tableros que también nos disponen); por lo tanto, no debemos engañarnos acudiendo a los ardides de una soberanía lingüística que no tenemos: sólo puede reconocer cabalmente lo que nombra aquel que ha confeccionado las claves de un lenguaje im-pertinente (en mi lenguaje confeccionado dije claves y no signos, porque los signos se pueden prodigar para su uso indiscriminado sin que por eso sus claves puedan ser apropiadas por el común de los usuarios), por eso (según acoté, imprudente, entre paréntesis) los pequeños burgueses ilustrados solemos ufanarnos de que nos conocemos, cuando, acorde a la esquizofrenia jerarquizada que nos distingue, lo que hacemos de continuo es desconocernos interpósitos. Esto no cabe ni en la Sorbona, así que mejor volvamos a la salita celeste: cuando un niño se aburre de que intenten movilizarlo con juegos prestados se revoluciona de un modo silencioso, se revoluciona provocando una onda expansiva que lo acompañará de por vida, incluso –potencialmente– sus consecuencias pueden trascender su circunstancia individual e impactar y cargar de rebelión a futuras generaciones; cuando un niño se aburre agarrate Catalina, porque es la situación en la que comprende que ha llegado el momento de ponerse en juego según se piense. Una vez egresados de salita celeste –con la preceptoría de instituciones que tienen a su cargo la masificadora y por cierto necesaria adaptación de los cuerpos y cerebros de los niños a las reglas del juego de los adultos integrados al sistema– los juegos posibles se reducirán a disputas funcionales en relación al modelo político-económico imperante que descartará a los perdedores, deslegitimando, y por qué no delincuenciando, cualquier otro tipo de juego que “los culpables de no tener éxito” (en los objetivos prefijados) intenten por fuera del tablero cultural que ya no los admite como trebejos productivos. Se me objetará, y con fundamentos evidentes, que la introducción de los niños al juego social no es estrictamente competitiva, ya que en sus ensayos escolares los niños también se educan en la complementación conjunta por lograr objetivos comunes, pero lo cierto es que una vez adultos, en la práctica, una vez alcanzados los objetivos indispensables (a los que se nos induce “como a niños”) la disputa por el dominio, control y adjudicación de méritos auspicia el fratricidio por el liderazgo grupal (siempre hablando, por supuesto, de las culturas deudatarias de los pueblos del Libro, que, en definitiva, son las culturas que para reconocerse elegidas por un poder literal/literario sobrehumano  –que las dota de impunidad para cometer genocidios y saqueos– continúan borrando de la faz de la Tierra cualquier  juego que se niegue a tributar al poder de los amos del planeta; ya lo dijo Bataille: “El juego es privilegio de los amos, los esclavos han perdido el derecho de jugar”). Pero regresemos a la instancia previa a la domesticación mental y especialización de los cuerpos con que se nos modela desde niños a fin de que sirvamos de trebejos sacrificables al goce del juego ajeno: antes de que las coacciones públicas y hogareñas se encastren activamente para reproducirnos como unidades productivas disciplinadas, antes de que un documento nacional de identidad, tarjeta de crédito o la vigilancia permanente de nuestras propias computadoras determinen las coordenadas exactas de nuestra ubicación, hábitos y vicios en el tablero, antes de que un título universitario, estudio de mercado o capturas recomendadas califiquen nuestras aptitudes para el juego social, antes de que los rutinarios allanamientos existenciales nos encasillen en lo que debemos ser, antes de todas esas propuestas que al consejo de las mafias no podremos rechazar, debemos recordar que en principio (y por principios que casi no supimos advertir y pocos pudimos consolidar) nuestro juego, el juego arcano, reflexivo y proyectivo, el juego a través del cual comenzábamos a descubrirnos, era un juego contra nadie, porque el juego de aquel niño que nos empecinamos en olvidar era un juego descomunal, era el juego mayor, era el juego contra nada, porque para aquel niño el juego de realizarse, el juego de convertirse en una persona real que provoque realidad (comenzando por los rasgos singulares de la propia persona que desease ser), era la forma de darle forma a todo aquello que no podía pronunciar. Para los adultos que se quitaron a ese niño de encima, para los adultos que lo radiaron del juego reduciéndolo a recuerdo idílico que una vez por semana recuestan en el diván del psicoanalista, esa nada contra la que jugaba el niño seguirá siendo contradictoriamente materializada por los saberes totales que contienen las bibliotecas de absolutismos supremos que la amplifican con propagandas, panfletos y metafísicas clases magistrales que pretenden aplacarla, porque crece allí; por lo tanto, por nuestra condición de arrepentidos y complicidad certificada, es comprensible que nos convenzamos de haber olvidado el juego subversivo que practicábamos (de facto, y como autores intelectuales) en aquella etapa “desaparecida”, pero si nos detenemos a observar a nuestros vástagos en la edad que alguna vez nos ocupara, sin dispensarles condescendencia ni sonreír con superioridad ante los comedidos sinsentidos en los que se esmeran distribuyendo juguetes por el infinito diminuto espacio de sus habitaciones infantiles (si es que los vástagos de pequeños burgueses ilustrados algún lugar tienen por fuera de las pantallas), caeremos en cuenta que lo que les ocupa no es la organización de un divertimento menor con reglas precisas, sino el proceso de atinar en el caos combinatorias fluctuantes, entrenamientos hermenéuticos que les sirven no tanto para comprender las direcciones que exigen los signos habidos, sino, habérselas con su propio significado en el concierto y desconciertos del extravío que los aloja sin contenerlos: ellos, aunque “casi humanos” (supremo chascarrillo de Les Luthiers), ya son demiurgos, y vuelcan  sus primeras sombras (ya no el automático asombro) en la preparación de un juego mayor cuyo sentido desconocen pero al que intentan instruirle leyes que tampoco sabrán definir como verdad ni aplicar con precisión (pero están dispuestos a asumir las consecuencias de que la realidad es tan ingobernable como ellos, y tanto ellos como la realidad se corresponden en la dinámica mutua de bocetos que germinan aún luego de que la obra quede enmarcada: el creador forma a su criatura para el diálogo crítico, el creador forma a su criatura para que a su vez la criatura genere su propio lenguaje sin retribuirle al demiurgo la vanidad de sus ecos; mi obra, si es mi obra, es otra cosa que yo). Hasta el jardín de infantes, digamos, los niños juegan sin hacerse trampas (ya reconocen que en ellos hay alguien conmovido por las sensaciones que los juegos les brindan, pero todavía sus pensamientos no conocen de quién se trata). Las trampas se incorporan cuando les presionamos por alcanzar resultados que menoscaban sus esencias inconformistas; esas estafas hacia sí mismos –con las que también estafarán a terceros muy dispuestos a comprar buzones– se procuran tanto desde el fracaso o el éxito: la cuestión que regulariza y parangona los simulacros (cumplida la educación inicial) es que tanto el premio como el castigo serán aplicados por las mismas reglas mediocrizadoras que los aliena por igual. En nuestro sistema irresponsable todo acto carece de correspondientes consecuencias: ya no somos huerfanitos espirituales hincados ante las suertes que nos hicieran tragar los servidores del Dios Padre y la Madre Inmaculada, sino que ahora nuestra carnalidad depende del capricho de herederos capitalistas que nos aplican la insensible y asexuada pedofilia laica. De uno u otro modo, incluso los adultos “realizados”, somos todos niños abusados por usos, costumbres y anexos solapados a los beneficios de la alfabetización, ya que la perversión orgánica de nuestro paradigma humano nos viene vejando desde pequeños en cuerpo y alma, moldeándonos para que nuestras mentes y materia no se desvíen hacia, o generen, otros modos de juego que no sean aquellos que estipula y reglamenta la Civilización que a través de sus instituciones nos instruye al servicio del pragmatismo resultadista de mecanismos de explotación que nos alistan para practicar como víctimas y victimarios la antropofagia consensuada por nuestras geronticidas democracias infantilizadoras. Para los adultos adaptados, el objetivo del juego es amoral, su sentido es meramente instrumental: implica una ganancia sobreentendida en relación a una regla o su transgresión; para los niños (naturalmente inadaptados) la sincera comisión de confeccionar una ética que trascienda la inocultable inconsistencia de sus reglas ocasionales significa el final del juego transitorio y la emergencia del (y hacia el) juego mayor, cuyo objetivo es tan vasto que los acólitos a juegos menores, acantonados en sus prejuicios y leyes de la ventaja, jamás podrán entender (por no comprenderse en) el sentido de su finalidad. Los niños no se componen a juegos de resultados terminales (ya que en principio no se reconocen en deuda con una entidad superior que se los exija), los niños componen juegos que producen pasajes en busca de otros modos de jugar; y así sucesivamente –la realización de los niños no tiene otro tiempo verbal que el gerundio–. El juego no los retiene, el juego los proyecta. Así, aunque adultos doctorados los encierren en las cátedras, todos conocemos, a pesar de la misma Literatura que nos expulsa, algún niño empecinado que nos invita con traviesos garabatos a decir lo que no se debe, encontrarnos desprovistos y ponernos a jugar.

Ignoto bachiller Esteban Tómaz
extraído de: Apuntes para una fisiología de la República Literaria /  de la serie: Apuntes que no encajan

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