(…) Durante la primavera
alfonsinista fragmentos macabros cundieron dispersos por la capital bonaerense.
El clima festivo de las masas (adjudicándose el mérito cívico de haber
recuperado la democracia) y las aberraciones de lesa Humanidad que se destapaban
en el juicio a las Juntas Militares, asimilaron los hallazgos al estado de las
cosas. Ya en el siglo XXI, coincidiendo con la definitiva
victoria cultural del fascismo (“el peronismo siempre es un fascismo, con la
particularidad de que también puede ser otra cosa”), rastros de crímenes
análogos (sin esmeros rituales, frecuencia, ni patrón serial) reincidieron
sobre el mismo escenario: esta vez enmarcados en la renovada distracción de una
ciudad intervenida por el narcolavado y la vigente partitura terrorista de la
policía provincial. Incluso, un último episodio anexo se extendió a la
metrópoli de Santa María del Buen Ayre, capital federal de la República
Argentina (ello, acotado a enlaces territoriales inmediatos y sin sumar,
retroactivamente –a la difusa estadística del mórbido recuento–, las
emergencias submarinas de eventuales y ochentosas vacaciones estivales en la
costa atlántica). Lo cierto es que, más allá de ecuaciones objetivas y
sospechas delirantes, en ningún caso las atrocidades fueron imputadas al
escritor Esteban Tómaz ni a sus vecinos. (…)
“Infancias
y exterminios pronuncian estos párrafos equívocos en los que una ternura
empecinada constituye la única arrogancia de un hombre que se derrumba. La
infancia encarnizada desborda la reclusión de complacientes añoranzas
funcionales al exterminio, así, el personaje (¿?), ya no encuentra amparo en
sus devastados territorios de resistencia y es obligado a embestir contra los
anodinos augurios de los días restantes; en su travesía fragmentaria desde un
pasado que acaso nunca hubo hacia el mundo que ya no habrá, se le aceptará, aun,
la cobardía, pero jamás el suicidio y la locura. Punto final al regodeo de la
culpa. Ser feliz será entonces una humillación inesperada” > Etelvina Pilar Magüeres de Dorrequié
Efemérides
Malditas: mamotreto de 274 páginas.
–fechura artesanal, con falange y
rudimento del propio autor intelectual del ilícito–
>
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Aquí van los
primeros 13 folios del expediente a modo de exabrupto exordio:
Ferrocarril Roca / vacas mirando pasar el tren
Cordero de Dios, por la ventanilla mirás pastar las
vacas, como vaca que mira pasar el tren. Y alucinás pesadillas bíblicas…,
hundiéndote transfigurado en los pedregullos de las mitologías vernáculas.
// Mientras engullimos en manada
ensimismada las raíces insalubres de la tierra prometida, la sed se acrecienta,
sanguinolenta…; el diluvio que viene va goteando para adentro… “Temed a la ira
de los mansos”… // Sin relajar las mandíbulas, musitás…, regurgitás
obsesionado, para presionar (por un instante más) el corcho de la angustia que
retiene en tu garganta el vómito de la devastación. Y viajando hacia el campo
de exterminio escribís en los laterales de una caja de zapatos tus apócrifos
del día: “Proclamándose origen de todas las cosas, disimulando con sonrisas
arrogantes la avidez de sus muecas carroñeras, párvulos fascistas emanaron de
antiguos testamentos dándose a derramar sus babas sobre las jorobas de lomos
rumiantes. Nadie entonces les tomó en cuenta…, los párpados cayeron,
confirmando las bostas y las tenias saginatas; pastando resignaciones les
dejamos discurrir entre cornamentas. Entonces, nos mugió la peste, mugió en los
rostros de aquellos que amábamos tanto; la estupidez, el cinismo, la mala leche
se esparcían…, la avidez no se saciaba y la mente adolecía (pero nos creíamos
benditos porque aquí nos puso Dios). // Sobre los párrafos de nuestra degradación
se alzaron ídolos de aluminio que colmaron las ciudades, y la gente se amontonó
bajo la protección de esos colosos; y las cloacas reventaron por las
subyacencias que sostenían la adoración, y los asomados a los balcones
contemplaron desde las alturas el diluvio que cubrió las avenidas devolviendo a
sus moradores la inmundicia que arrojaban al suburbio; desde los terraplenes
del ferrocarril se vieron vacas flotando donde hubieron pastizales, y de sus
pudriciones brotaron becerros famélicos que embistieron contra las capitales
derrumbando los refugios que guarecían a los citadinos y los renacuajos del
odio se arrastraron entre los escombros buscando sobrevivientes, probaron la
carne humana y les gustó. // En ciernes del abismo que tragaba la razón (y halagando
confusiones que de lo alto descendían), los bibliotecarios de la Prostituta
hablaban mirándose las lenguas, sin escuchar las gargantas de los embrutecidos,
y gobernaban sus pensamientos y colmaban sus sentimientos con acuosos
contenidos. Prefigurados por las Escrituras, los soberbios discutieron las
profecías recomendadas por las religiones del Libro, y aunque fueron advertidos
por los signos de los tiempos persistieron en su vanidad. Las palabras fueron
el rodeo, y los gritos el atajo. // La humillación era mucha, pero mal
repartida, no todos los humillados humillar podían. // Para los insustanciales
y pasivos, para los prisioneros de atmósferas sociales, para los abandonados a
los embates de inertes elementos, ser dichos por los dichos les hacía sentir
dichosos. Acostumbradas a la sequía y diluvios que no ahogasen más allá de las
rodillas las manadas bonaerenses alabaron a los imberbes que les reclutaban
para la misa. Con la marca en el cuero sentenciado, los igualizados, los
masificados que adoraban al Linaje Dictador, continuaron con la rutina de mirar
pasar el tren, asaltándolo si se detenía, o alojando el retumbar de sus
traqueteos en covachas de chapa al costado de las vías, vías que conectaban los
pecados de ciudades que los expulsaban y atraían. // Reflejando el horizonte
lineal de análogos destinos, aquellos que les observábamos desde los vagones
tampoco fuimos exentos: surcamos recto al matadero sin advertir la parábola.
¡Juventud maravillosa, ángeles justicieros que elevaron nuestro narcisismo a
las alturas del amor supremo! Ahora, alcanzado el triunfo de la especie, ahora
que la cifra ha superado al álgebra, disfrutamos la coprofagia que nos diviniza
carcomiendo nuestras carnes transitorias. No somos otra cosa que la
descomposición de lo que nos empachaba, flatulencias autorreferentes
enredándose en los jeroglíficos volátiles de sus danzas…”. // Ya no existimos,
pero nos rumiamos, refugiando lo que nunca fuimos en la memoria asignada que
nos consienten los relatos que nos la han borrado y sustituido. Y chapoteamos
en el estanque de los estereotipos, reclamando una revelación mesiánica que nos
sumerja en la inmortalidad sin arriesgar el pellejo, rogando que el canibalismo
que profesamos no se cobre y demande nuestro sacrificio individual, porque
nuestra parte, nuestra entrega al compromiso social, pretendemos que se exprese
en mugidos ideológicos, en pacíficas proclamas colectivas que confirmen,
obedientes y enjundiosas, las buenas intenciones que gobiernan el destino
carnicero de nuestro pueblo elegido. Por eso creemos que pastar docilidades
ante quienes nos castigan con verdades totalitarias nos mantendrá a salvo (en
parte) cuando los patrones discursivos convoquen al descuartizo, porque,
llegado el caso, nuestra parte prosaica (esa que contiene vísceras, tendones y
humores) es infiel por naturaleza y se deslinda fácilmente de nuestra
pretendida integridad ontológica, una integridad del todo ocasional, que a su
vez cada bestia deslinda de esos ocasionales todos que nos acogen en parte
(digamos: el determinismo de una especie, las generales de una ley civil, o los
reflejos vetustos de esas cargas genéticas que escondemos en los asilos de
ancianos). Pero no... No! …Si al ser renunciásemos al Ser, si no creyésemos que
hay algo Superior que nos imbuye de Sí, algo trascendental a nosotros que nos
anima…, si hiciésemos trizas, a cada acto, al supuesto alguien que a través de
nosotros multiplica el Ser, si, preventivamente, haciéndonos pedazos,
hiciésemos pedazos lo que intenta someternos a un lenguaje ajeno, un lenguaje a
través del cual nos convencemos de que existe, diseminado en nuestras partes,
un componente mágico que nos unifica en una primera persona unívoca, obediente
a las razones predeterminadas por las instituciones reguladoras de nuestras artimañas,
si renunciásemos a esa superstición, nada podría afectarnos más allá del
constatable y despreciado dolor colindante… Pero yo… // Yo necesito sentirme,
yo necesito reconocerme en la complicidad de un dolor que no sea totalmente
mío…, inajenable, inclasificable, un dolor fugitivo, que no tenga nombre, para
que no puedan extorsionarme con los sacrificios que reclame preservar mi
identidad… Debo mantenerme en tránsito, hacia cualquier lugar… No quiero
detenerme a condolerme con ustedes!, no quiero sumarme al coro de animales
predestinados que evitan sus dolores miserables con dolores reglamentarios. A
ustedes les duele el Mundo en su integridad…, la Humanidad!, la Patria!, …les
duele el psicoanálisis, y la Pachamama…, pero nadie les hace sentirse en alguien…,
en lo concreto no sienten ni el desgarro de lo que nace ni la belleza de lo que
matan…, ustedes están solos y amontonados, ustedes están drogados, no son con
nadie, son para nada: nacen y matan con desgano, alimentados por anestésicos de
Quimeras institucionalizadas que los devoran (uno a uno o en manada); la
herencia genética y el inconsciente colectivo son molestias descomunales,
excusas fantásticas que no comprometen ni sublevarán jamás vuestras partes
elementales, mezquinas, desarticuladas… Pero vos… // Sí, vos también quisieras
persistir en fantasías proféticas…; pero como aquellas vacas –que luego de
mirar pasar el tren hunden otra vez su mugido en los rastrojos– tus párpados
caen derrotados sobre estos renglones, confirmando bostas y tenias saginatas...
Aunque eventualmente descarrillen, y hagan mal, vos tampoco querés abandonar
los andariveles de las palabras…, ni los refugios semánticos del campo
intelectual; pero andá sabiendo que lo que desentrañe otro animal (sea el
matarife o la bestia que te está escribiendo) cuando tenga que alimentarse no
lo hará con metáforas, gentilicios ni literatura nacional.-
Ombligos
del cuco
Preguntaste
en la mañana:
- ¿Cuándo
vos eras chico, le tenías miedo al cuco?
- Sí,
claro
- ¿Y cómo
era?
- …
- …?
- ¡No sé!,
no me acuerdo.
¿Y para vos cómo es el cuco?
- Un buche
negro, sin forma…, algo que palpita. Todo una oscuridad que te mira…, pero no
te agarra. No te agarra pero está, ¿me entendés?
Y yo temblé.
Con la
pajita de escoba enfrenté los ladrillos. Auxiliado por el sol (sabiendo que al
cenit no habría peligro), dudaba en la audacia de pincharle los ombligos;
expectante, le hacía cosquillas a las fosas blancuzcas de los intersticios,
hasta que aparecía el bicho: un cuco chiquito, que sobaba mi rudimento con sus
muchas manos en procura de arrastrarme hacia su cueva. Sin concederle ventaja,
de inmediato lo aplastaba; luego destruía la telaraña, y observaba el hueco
limpio, disfrutando el remanso de haber derrotado un sustito. Y seguía así, con
toda la pared, requisando aquellos nidos de ladinas insignificancias.
Después
iba a la cocina vieja, techada por la parra (la cocina externa que ya no se
usaba ni para buñuelos), a la hora en que el abuelo se cebaba los amargos y a
su recaudo me atrevía desde la puerta desvencijada a empujar la mirada hacia la
oscuridad; estaban la jaulita, el mueble, el piletón, zapallos podridos, bolsas
apiladas, la foto de Perón y el dueño de los ombligos…, esa cosa atroz que
jamás lograba divisar –la respiración se me anticipaba, y se me acababa el aire
antes que mi curiosidad–. Retrocediendo unos pasos recuperaba el aliento y
corría hacia el amparo ritual del limonero. Es que a la noche no lo podría
alcanzar, es que a la noche no estaría el abuelo y serían otros los brazos que
abarcasen a mi especie cuando se repitiera el sueño: Un suspiro imperceptible
mecía hilos siniestros en las alturas del dormitorio, la lámpara oscilaba y
todo comenzaba a temblar…; parado sobre la cama reclamaba a gritos el auxilio
de mis mayores, pero nadie acudía…; retumbando progresivos, batallones
redoblantes de tacos acompasados implicándome en su guerra se acercaban a la
casa…; los milicos irrumpían, andaban por las piezas, me buscaban…; pueril,
desesperado, reptando mi espanto me escondía bajo el ropero y las botas se
sucedían en procesión interminable, conservando la distancia –entre fila y
fila– con simétrica marcialidad… Poco a poco el pavor acumulado se convertía en
complaciente fascinación por la imponente fanfarria que aniquilaba a mi mundo;
por fin, no sé cómo, atinaba a escapar hacia el fondo, hacia las raíces agrias
de la imposibilidad…; al cruzar por el fosco galponcito las piernas se me
entumecían, y quedaba lloriqueando, chocando rodillas, sin que me fuese
permitido proseguir ni desplomarme. Personero de lo innombrable, un muñeco
hecho de sombras me acometía y despojaba del último reducto donde mi humanidad
pudiere ocultarse, despellejando, metódico, la epidermis de la locura; …recién
cuando los mocos y la defecación pagaban su tributo, y me abandonaba manso a
los consuelos del perverso, la aberración se consumaba: era arrebatado de mi
escarnio bajo las uvas, arrojado sobre las arpilleras y el cuco me cubría…,
regocijándose con sus babas sobre lo que ya no era.
Varias
madrugadas, al cantar el gallo, me despertaba pisando miasmas en las baldosas
pulcras de la cocina interna. Miraba el limonero…, más acá la parra, bajo la
parra el cuartucho (sospechosamente calmo) y mi mano lastimada de apretar el
picaporte.
… Cuando
niño, todas las mañanas intentaba el cielo, pero sin poder olvidar mi terrible
obligación, porque los ombligos… ya le habían crecido nuevamente.-
La
cadena alimenticia
“La Feria
Internacional del Libro es una concentración fetichista de ostentación
concurrente. Todas las articulaciones del Libro son movimientos disciplinarios
al servicio de ordenar correspondencias y calificar relaciones procedentes que
proyectan clasificaciones sociales obligatorias para todo uso y para todo caso.
Las jerarquías discursivas que promueve (más allá de lo que nos relaten, el
modo en que lo hagan, incluso sus filantrópicas intenciones) actúan funcionales
al sistema de dominio económico que provee soportes materiales a sus
instituciones ideológicas (administradoras de la mercancía espiritual cuya
amplitud y márgenes quedan acotados por la oferta capitalista que determina los
parámetros del valor cultural). Obviamente, el dispositivo no se monta al
servicio de superaciones hermenéuticas. Compromisos, dotes y perspicacias de
las partes convocadas menguan sus soberanías fundiendo sus criterios al
propósito de la razón despersonalizada que los conglomera. No hay del autor al
lector sino del instrumento inscriptor a la prefiguración consumada por la
matriz que la estampa”.
Las
palabras ajenas a la endogamia discursiva de la República de las Letras pocas
veces merecían la atención personal de aquel funcionario domesticado por la
República de las Letras; para ello, las inmigrantes ilegales (las palabras
inéditas, indocumentadas) debían, antes, sortear las aduanas de los gendarmes
que las sopesaban controlando si provenían de relaciones confiables o emulaban
epigonales las citas de autoridad de la plana mayor que los adiestraba: si sus
predisposiciones mecánicas no las incineraban in limine (extinguiendo los ecos
de un sujeto cultural innominable) ni encontraban el modo de usurpar la
potestad original de otros talentos (apropiándose de palabras expósitas, para
plagiarlas y ascender en el escalafón abecedario a la categoría de escribas
cotizables), entonces, y recién después de concluir que lo detectado no se
adecuaría jamás a sus provechos relatores, se conformaban con delatarlas,
depositando renglones degenerados –pero vistosos– en el escritorio de su jefe
–su jefe era un sujeto vanidoso de rutina encapsulada que, como sus monaguillos,
alguna vez supuso que silenciar a los
demás le alcanzaría para demostrarse a sí mismo que era algo más que una
corrección bonita, ahora, convertido en joven coordinador editorial de la
seccional sudaca, ya no tenía que convencer a nadie sobre los méritos de su
mediocridad premiada y sólo se obligaba a revisar personalmente las soporíferas
recomendaciones que le endosaban los padrinos y madamas de familias literarias
(sea por heráldica patricia, prostitución mal disimulada o adquisición política
de nobleza discursiva…, publicar cualquier macana bajo sello editorial que
garantice potabilidad de consumo para la manada es un asunto extrínseco a la
virtud literaria que le suponen los apalabrados)–.
Al
respecto, el material del factor anómalo era heterogéneo y escurridizo por el
momento. Pero los archivos de la Empresa tenían capacidad ilimitada para la
espera, sus ojos no eran los ojos del lector ávido de novedades que lo
confirmasen en el lugar de la verdad, los ojos de la Empresa estaban más allá de
la verdad (porque la verdad es un parámetro temporal), su sentido visionario no
necesitaba nutrirse de profecías, mejor que eso: las predeterminaba en
concordancia a los estigmas que de facto el show de los crucificados por el
sistema ya exhibía –digamos que, aunque laica, la Empresa se edificaba
radicalmente orgánica al primer éxito masivo de la imprenta, por eso (caído el
muro de Berlín y bloqueadas las cloacas del Imperio Romano) sus lanzamientos no
obedecían tanto a las furibundas alucinaciones de desterrados resentidos sino
que redundaban en las enervantes e igualmente depresivas Lamentaciones de
Jeremías–. El tiempo de la Escritura no es el tiempo de los hombres que la
siembran sino de los conglomerados que la cosechan. Lo heterogéneo e
inaprensible, dejándolo estacionar unos años –(no
se necesita una eternidad) digamos los años necesarios para que el aniversario
de la muerte del profeta coincida con el vencimiento de los derechos legales de
sus herederos directos–, termina amoldándose a lo homogéneo catalogable;
cuestión de esperar que las anunciadas bestias del Apocalipsis se empadronen en
la normalidad venidera y posen como chicas de tapa en las contratapas de vademecums
que explican a los lectores ansiosos lo que ya pasó y volverá a pasar, aunque
al final de cada silogismo los apóstoles perjuren “nunca más”. Afortunadamente,
los herederos de un terrateniente no sufren corrimientos pascuales del legado: la
explotación del hombre por el hombre (ya sea en sábado inglés, Gloomy Sunday o
resto de calendario gregoriano) fija las descendencias normalizadas en un
gerundio constante que asegura la perpetuación de los latifundios y
concentración de medios de producción social, pero la cultura universal que nos
apabulla desde sus mezquinas parcelas no tiene límites: es patrimonio
irrecusable de toda la Humanidad.
Lo que el
coordinador editorial para América Latina había leído lo dejaba sin palabras,
en un silencio aturdido por el estupor (cosa extraña en un regulador que tiene
la potestad de establecer las resonancias que las palabras deben tener entre
quienes las retumban)… Desde Humpty Dumpty nadie se atrevió a repetir algo
igual: sobre su escritorio se cascaba el huevo o cigota de un nacimiento
clandestino que, más instintivo que crítico, sintió que debía abortar. Pero a
diferencia de Herodes, él no tenía que embarcarse en una indiscriminada matanza
de inocentes (gracias a la instrucción pública y gratuita, y los intereses
privados que mueven al mercado editorial masivo, todos los alfabetizados lo
son): el apóstata pueril había concurrido por sí solo (y 70 veces 7) a su
jurisdicción reguladora.
Tendría
que haber sido el día de suerte para el desubicado… En un sentido estricto de
lógica capitalista era más negocio promoverlo que rechazarlo, ya que su perfil
incorrecto se adecuaba perfectamente al envoltorio social del culto a la
excepción; pero no todo, para una editorial como la que coordinaba para América
Latina se resolvía en relación al pragmatismo pecuniario: en las decisiones de
la Empresa, aparentemente frías y calculadoras, también intervenían los
principios morales y la envidia.
El
intelecto del funcionario era sólido y fortificado por currículas en sociología
y gerenciamiento, eso lo dejaba a salvo de envidiar a los escribas que se
esmeraban en deslumbrarlo. Cuanto mayor era la altura literaria que sus
moralinas alcanzaban, mayor la sumisión que les aplicaba. Los trataba con
distancia lisonjera, con la superioridad que cualquier guardián de zoológico
siente hacia los hábiles monos, cuyas monerías justifican la continuidad de su
empleo. Pero esta vez la ofuscación moral y la miserable envidia se le habían
hincado en la carne, sin más testigo que el propio sustrato cínico de su poder
oscuro (cultivado social e íntimamente como compensación existencial de claudicadas
aspiraciones juveniles). Algo que jadeaba libertad por fuera del bestiario que
administraba (¿un mono con navaja?) lo había dejado sin palabras, palabras de
las que de todos modos él mismo no disponía más allá de las fórmulas
civilizadas que le instruía la República Literaria –a la que debía los
atributos de su vanidad y el sostenimiento mensual de sus condiciones
mate-riales de existencia (por ejemplo, la mansión de sus ancestros en Palermo
Chico, donde el adolescente consentido pudo desarrollar confortablemente su
correspondiente culpa de clase y rebeldía transnacional de tendencia
socialista)–.
Quedarse
sin palabras pone mal a la gente, porque tal circunstancia los retiene en la perplejidad
o les obliga a actuar –por primera vez, el coordinador editorial, recibía lo
que tanto había propinado–… Fue un error de la Ilustración alfabetizar los
arrabales del mundo: en el basural de consignas humanistas que nutren a los
escolares de las clases inferiores el azar de los residuos suele regenerar a
Dios, y, el verbo divino, si alguna vez no encarnase como de costumbre en un
cordero, podría reclamar otra clase de sacrificios. Las palabras ya no son
sagradas por la sustancia mítica de relatos aborígenes sino consagradas por el
mercado de discursos progresistas que critican al capitalismo que los promueve:
las plegarias laicas anexaron las promesas redentoras a las alucinaciones de
los horóscopos políticos = Sólo deben difundirse escrituras que fijan a los que
esperan en las lecturas que se esperan. Para ese monje, las palabras eran armas
blancas que circuncidaban a los demás en defensa de su religión…; pero esas
páginas inmundas, luciendo como gargajos sobre el cedro de su escritorio, no
anunciaban un novísimo testamento, ni proferían salmos correctivos, y mucho
menos celebraban la ortodoxia: esas páginas le denunciaban su propia
castración…. Por eso debía conocer el rostro del hereje, humillarlo, domesticar
su impertinencia, demostrarle (desde el alto juicio de su función depuradora)
que a pesar de sus atisbos alfabéticos jamás dejaría de ser un primate locuaz,
un mono ilusionado con los señuelos perversos de premios bananeros que le
permitirían acceder a la evolución de una especie que, sistemáticamente, lo iba
a rechazar.
Hay que
tener cuidado con eso de andar dejando a los homo sapiens sin palabras, porque
cuando los antropoides carecen de palabras son capaces de hacer cosas que no se
pueden decir.
- Está
bien Etelvina…, hágalo pasar.-
Carnavales
eran los de antes
Fue en una
siesta dedicada a la contemplación de fotografías familiares cuando comprendí
que habías muerto.
Piedra
libre. Estás alquilada de gitana, entre un payaso y un malevo; con el mentón
levantado le das tu goce a la urraca (o ángel desfigurado) que se apoya en tu
espalda: tiene las alas abiertas hacia el cartel de Bidú.
Compartís
el tablado con montón de mascaritas, donde no faltan el diablo ni las vacas ni
guerreros, ni modestas bailarinas con sus tutús de papel.
Y allí
apretujan, todos los disfraces, la ilusión de salir enteros.
14 años…;
agua perfumada (tu primer carnaval de mujercita en la cancha de básquet del
club vecinal)...
Por la
ventana irrumpen los esqueletos. Danzan sobre la escena emulando serpentinas,
hasta colgarte del cuello con gancho de carnicero.
Corro las
cortinas. La intromisión se disipa. Artificios del viento. Y regreso al baile
de otros tiempos.
Tu brazo
supura levedad y pandereta. Alegría en tu boca, pero lijada por dentro.
Desde los
retratos sepias y una sola dimensión, así deben sonreírnos nuestros muertos que
están muertos.
Penumbras.
Y dejar la
caja sobre el ropero.-
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